Plano y contraplano: Si una imagen vale más que mil palabras un par de imágenes contrapuestas valen mucho más que dos mil, como sabe -o debería saber- cualquier cineasta. El poder dialéctico del plano/contraplano fue teorizado por Eisenstein, aunque bastante tiempo antes algunos colegas suyos menos intelectualizados -como Porter- ya lo habían puesto en práctica de manera intuitiva (..)
La comparecencia judicial del señor Ibarretxe del pasado miércoles nos ha dejado dos instantáneas que bien podrían ser fotogramas de una secuencia digna de analizarse.
Por un lado tenemos el fotograma A que nos muestra a un individuo de espaldas a cámara, vestido con gabardina clara, que con su puño en alto responde a los gritos de una multitud encolerizada que le increpa.
Este individuo es Antonio Aguirre, miembro del Partido Socialista de Euskadi (de ahí lo del puño) y también del Foro de Ermua, y por cierto este señor -de quien hace tiempo colgué un texto en este mismo blog- es una de las personas que leerán el comunicado de la manifestación de esta tarde. Quienes le gritan son ciudadanos anónimos, mujeres de mediana edad en su mayoría, que cualquiera podría identificar como representantes de la bien vestida, peinada y alimentada burguesía vasca. Sin embargo algo les diferencia de los habitualmente pacíficos burgueses de otras sociedades opulentas: el grado de exaltación con el que manifiestan el odio que sienten hacia ese individuo solitario, odio que hace que hasta se les desfigure el rostro como en el caso de las señoras de la derecha de la fotografía, odio que muy probablemente jamás han sentido -y mucho menos demostrado- ante los asesinos con los que conviven. Para esa multitud ese hombre debe representar algo realmente escandaloso -pues como se sabe escandalizarse es lo propio de la burguesía-, y eso les lleva a insultarle desaforadamente, a dirigirle miradas que son una mezcla de lástima y prevención -como hace el policía del centro que parece desatender su labor de controlar a las masas enardecidas para observar a ese individuo tan extraño-, o a reírse ante lo que probablemente se considera una actitud ridícula -como hace esa señora con gafas de la esquina superior izquierda.
Es la imagen de un tumulto a pie de calle -aunque la cámara lo recoge desde cierta altura con un picado- estructurada en una abigarrada composición en torno a la diagonal descendente derecha-izquierda, y cromáticamente dominada por el rojo de los uniformes de la policía en contraste con el color casi blanco de la gabardina del personaje central. Una imagen plásticamente opuesta a la del fotograma B
En esta fotografía, tomada apenas unos minutos después que la anterior, el predominio de líneas horizontales y verticales es casi absoluto, con la excepción de la diagonal de la barandilla que comunica a los personajes fotografiados con ese contracampo desde el que las masas de la anterior imagen les contemplan. Si los personajes de antes se agolpaban a pie de calle, estos nos miran desde una cierta altura, cómodamente instalados en el rellano de una escalera que no se sabe si suben o bajan, y la cámara los recoge con un suave y adecuado contrapicado.
El rojo de las pasiones desatadas de la otra fotografía está completamente ausente y aquí los colores oscuros reinan. Todo es estabilidad, formalidad, serenidad, hasta felicidad como la que muestra el sonrosado rostro del también bien alimentado personaje con gafas. Podría tratarse de los burgomaestres de alguna ciudad centroeuropea, aunque a juzgar por el gesto que hace con las manos el personaje central también podrían ser los líderes espirituales de alguna comunidad religiosa. Los paraguas que relajadamente sostienen en sus manos podrían pasar por los atributos de esa elevada posición que parecen disfrutar, y es seguro que ellos no los van a utilizar como armas pues no hay ninguna violencia, ninguna amenaza, nada escandaloso a su alrededor.
Ellos son los que reciben el reconfortante calor de esa multitud que hace unos instantes estaba incendiada. Afortunadamente no han tenido que presenciar esa escena de violencia callejera porque los provocadores ya han sido expulsados. Y hubiera sido injusto que hubieran tenido que asistir a tan lamentable espectáculo porque ellos son hombres pacíficos. Ellos no han empujado a las masas contra esos elementos discordantes de la sociedad, de hecho ellos ni siquiera han convocado a los ciudadanos que les aclaman pues estos han acudido espontáneamente. En contraste con el escándalo y la violencia anterior ellos son la encarnación del pacífico y honorable pueblo vasco, la viva imagen de su estabilidad institucional. Más aún, ellos son las instituciones.
La comparecencia judicial del señor Ibarretxe del pasado miércoles nos ha dejado dos instantáneas que bien podrían ser fotogramas de una secuencia digna de analizarse.
Por un lado tenemos el fotograma A que nos muestra a un individuo de espaldas a cámara, vestido con gabardina clara, que con su puño en alto responde a los gritos de una multitud encolerizada que le increpa.
Este individuo es Antonio Aguirre, miembro del Partido Socialista de Euskadi (de ahí lo del puño) y también del Foro de Ermua, y por cierto este señor -de quien hace tiempo colgué un texto en este mismo blog- es una de las personas que leerán el comunicado de la manifestación de esta tarde. Quienes le gritan son ciudadanos anónimos, mujeres de mediana edad en su mayoría, que cualquiera podría identificar como representantes de la bien vestida, peinada y alimentada burguesía vasca. Sin embargo algo les diferencia de los habitualmente pacíficos burgueses de otras sociedades opulentas: el grado de exaltación con el que manifiestan el odio que sienten hacia ese individuo solitario, odio que hace que hasta se les desfigure el rostro como en el caso de las señoras de la derecha de la fotografía, odio que muy probablemente jamás han sentido -y mucho menos demostrado- ante los asesinos con los que conviven. Para esa multitud ese hombre debe representar algo realmente escandaloso -pues como se sabe escandalizarse es lo propio de la burguesía-, y eso les lleva a insultarle desaforadamente, a dirigirle miradas que son una mezcla de lástima y prevención -como hace el policía del centro que parece desatender su labor de controlar a las masas enardecidas para observar a ese individuo tan extraño-, o a reírse ante lo que probablemente se considera una actitud ridícula -como hace esa señora con gafas de la esquina superior izquierda.
Es la imagen de un tumulto a pie de calle -aunque la cámara lo recoge desde cierta altura con un picado- estructurada en una abigarrada composición en torno a la diagonal descendente derecha-izquierda, y cromáticamente dominada por el rojo de los uniformes de la policía en contraste con el color casi blanco de la gabardina del personaje central. Una imagen plásticamente opuesta a la del fotograma B
En esta fotografía, tomada apenas unos minutos después que la anterior, el predominio de líneas horizontales y verticales es casi absoluto, con la excepción de la diagonal de la barandilla que comunica a los personajes fotografiados con ese contracampo desde el que las masas de la anterior imagen les contemplan. Si los personajes de antes se agolpaban a pie de calle, estos nos miran desde una cierta altura, cómodamente instalados en el rellano de una escalera que no se sabe si suben o bajan, y la cámara los recoge con un suave y adecuado contrapicado.
El rojo de las pasiones desatadas de la otra fotografía está completamente ausente y aquí los colores oscuros reinan. Todo es estabilidad, formalidad, serenidad, hasta felicidad como la que muestra el sonrosado rostro del también bien alimentado personaje con gafas. Podría tratarse de los burgomaestres de alguna ciudad centroeuropea, aunque a juzgar por el gesto que hace con las manos el personaje central también podrían ser los líderes espirituales de alguna comunidad religiosa. Los paraguas que relajadamente sostienen en sus manos podrían pasar por los atributos de esa elevada posición que parecen disfrutar, y es seguro que ellos no los van a utilizar como armas pues no hay ninguna violencia, ninguna amenaza, nada escandaloso a su alrededor.
Ellos son los que reciben el reconfortante calor de esa multitud que hace unos instantes estaba incendiada. Afortunadamente no han tenido que presenciar esa escena de violencia callejera porque los provocadores ya han sido expulsados. Y hubiera sido injusto que hubieran tenido que asistir a tan lamentable espectáculo porque ellos son hombres pacíficos. Ellos no han empujado a las masas contra esos elementos discordantes de la sociedad, de hecho ellos ni siquiera han convocado a los ciudadanos que les aclaman pues estos han acudido espontáneamente. En contraste con el escándalo y la violencia anterior ellos son la encarnación del pacífico y honorable pueblo vasco, la viva imagen de su estabilidad institucional. Más aún, ellos son las instituciones.
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