jueves

Lecturas recomendadas: Unos cuantos tipos de Valladolid se han liado la manta a la cabeza y han tenido la osadía de sacar una revista de verdad, de las de papel, de las que cuesta mucho dinero y mucho esfuerzo sacar adelante. ¿Pero qué se han creído? Si quieren contarnos sus ocurrencias que monten un blog, como todo el mundo (...)

Por ahora la distribución es limitada y sólo se podrá encontrar en librerías de Castilla y León (luego dirán que no son nacionalistas) y en Marcial Pons en Madrid. Aparte de eso si alguien quiere pedir ejemplares o quiere solicitar que le llegue a su librería puede ponerse en contacto con la distribuidora Babel Libros (babel@trevenque.es 983 20 97 73)

Os dejo con dos artículos aparecidos en su número inaugural, realmente magnífico (y no lo digo porque incluya una entrevista conmigo, aunque también)



SER O NO SER
Luis Martín Arias


¿Nacionalismo? Una enmienda a la totalidad, una descalificación completa. Eso, y no otra cosa, es lo que se merece tamaña aberración. Obsesión enfermiza y loca que se basa en un absurdo mental, en un disparate lógico: el nacionalista fundamenta su ser en el no ser. Ahí es, literalmente, nada. Por ejemplo, soy vasco si, y sólo si, no soy español.

Evidentemente uno tiene que ser alguien, necesita sentirse de algún lugar. Loable sentido de pertenencia que conduce a un deseo de reconocimiento de los orígenes, de nuestros antepasados. Pero pare usted de contar. Es necesario crecer y separarse, dolorosamente, de la madre-patria, de la madre-tierra, a la que algún día volveremos, conducidos por la muerte inexorable. Mientras tanto no hay prisa, no debe haberla, tenemos que apostar por la vida. Abrirnos a los demás: ser vasco y, además, español, europeo, occidental y, finalmente, lo que en realidad somos: parte del género humano. Ir de menos a más, sumar y no restar, unir y no dividir.

Pues no: a los nacionalistas les encanta trazar fronteras, marcar la diferencia. Yo y tú, nosotros y ellos: siempre el burro por delante; ejemplo este, el del asno, muy pertinente para definir la irracional terquedad patriotera. Por cierto, ¿serán conscientes de la acertada elección que han hecho los catalanistas al reivindicar el ruc català como emblema ideológico?

Y es que, como está demostrado hasta la saciedad, aunque aporte usted datos históricos, hechos comprobados, evidencias científicas o argumentos basados en la razón y la lógica, verá que al rocín, cuando se envuelve en la bandera, le entran por una oreja y le salen por la otra. Fenómeno notable éste, en virtud del cual el nacionalismo es capaz de vivir y crecer alegremente, absolutamente inmune a la realidad y al sentido común. Delata así, al menos, su naturaleza, por completo ajena al pensamiento y la inteligencia.

Esto no quiere decir que sólo los analfabetos e ignorantes sean nacionalistas, pues negaríamos la, por otra parte, deprimente experiencia con la que llevamos muchos años conviviendo. Es más, el nacionalismo ha encontrado terreno especialmente bien abonado, para desarrollarse a sus anchas, en la Universidad y en los círculos intelectuales. Incluso hay científicos muy serios y rigurosos durante su jornada laboral, que luego cuelgan junto a la bata de laboratorio el neocórtex, abandonándose así a las bajas pasiones patrioteras: muchos doctores Jekyll se transforman de este modo en su particular mister Hyde, tras beber la pócima venenosa del “es que yo soy de aquí”.

En resumen: nacionalistas los hay de todos los gremios, aunque es bien cierto que existen profesiones más propensas a sufrir la enfermedad. Sin ir más lejos la de cura, que lo es, y mucho. Algún día la Iglesia tendrá que dar una explicación convincente de por qué ha permitido este notable epifenómeno. Mientras tanto, no podemos dejar de asombrarnos de que eso ocurra, precisamente, en el catolicismo, que es sinónimo de universalidad y que se basa, digo yo, en el cristianismo, cuyo postulado esencial es que todos los hombres somos iguales, por ser hijos de un mismo Padre. No sé en qué pensarán, si es que lo hacen, esos clérigos trabucaires y carlistones, pero les propongo un motivo de reflexión (no se me ha ocurrido a mí, claro): ama al próximo, al que tienes al lado, como a ti mismo; no lo desprecies creyéndote tú mejor que él por el estúpido hecho, totalmente aleatorio y circunstancial, de haber nacido acá o acullá.

Tras el breve apunte anticlerical, por desgracia necesario todavía (¿cuándo será posible la conllevancia entre el librepensamiento y nuestra tradición cristiana?), conviene señalar, a cada uno lo suyo, que mucho más perniciosa es en la actualidad la actitud, yo diría que traición, de la izquierda. Que políticos oportunistas hayan visto la ocasión de amarrarse al poder gracias a su alianza con los caciquismos localistas (¿verdad, señor Maragall?) lo puedo entender; ahora bien, que la feligresía progre haya tragado como ha tragado, tan sumisa y complacida, resulta un poco más extraño.

Desde luego, hay antecedentes notables, desde Stalin y su “Gran Guerra Patria” a Fidel Castro apalancado durante décadas, que parecen siglos, a lo de “patria o muerte” (¡qué lema tan siniestro, vive Dios!). Pero la progresía, dada a reivindicar últimamente lo de la memoria histórica, ¿no se acuerda ya de aquello de “la clase obrera no tiene patria” o de lo de “proletarios de todos los países, uníos”? Se ve que no cuadra con el rojo tipo Vogue. Con su pan, y su amnesia, se lo coman. Por mi parte, me sigo considerando internacionalista.

En fin: volviendo por donde andábamos, debemos concluir que el nacionalismo se da en todos los sectores y clases sociales. Entre los pobres y, sobre todo, entre los ricos: Guipúzcoa, la provincia más aberchale, es a la vez la máxima consumidora de jamón de jabugo. Ibérico pata negra, del más caro, vamos. Aunque tan notable extensión y vigencia del ombliguismo quizá se explique también por lo útil que resulta: sirve para evitar la competencia, eliminando a molestos opositores venidos de fuera; ventajismo que es bien recibido, sin duda, tanto en los ámbitos políticos como en los artísticos y laborales. De este modo nos encontramos con una droga política que reconforta a los necios, eleva la autoestima a los acomplejados, hace sentir el calor del rebaño en el establo (que da mucho gustirrinín, por lo visto), evita eso tan molesto que es pensar y razonar y, por si fuera poco, facilita la carrera y el futuro profesional de quien lo practica. ¿Se extrañan entonces de su éxito?

Yo no me extraño, desde luego. Sin embargo y pese a que resulte tan cansino como poco productivo, habrá que señalar una y otra vez que el nacionalismo es un tóxico que degrada al ser humano, que le priva de lo poco digno y bello que hemos sido capaces de atesorar a través del tiempo. Así, aunque seamos una minoría, digámoslo, al menos mientras el cuerpo aguante: dentro del rebaño se está calentito, pero huele mal, muy mal. Como a alpargata vieja y rancia. O algo así.




IDENTIDAD, DIFERENCIA, SEMEJANZA
Alfredo Marcos


Escribir hoy contra el nacionalismo es una obligación moral y política. La primera, la más urgente. Es también un sistema de autodefensa para cualquier intelectual que aprecie en algo su libertad. Si se tratase meramente de un debate de ideas, no merecería la pena perder ni un minuto en la refutación de una doctrina política tan inane, atávica, extravagante y sentimentaloide como es el nacionalismo. Pero hoy, en el momento mismo en el que el parlamento español traga con un estatuto de corte ultranacionalista y totalitario –valga la reiteración–, no estamos ante un mero debate de ideas. Leer el estatuto de los nacionalistas catalanes es llorar y temblar. Cada artículo es o bien un insulto al resto de los españoles o bien una agresión a las libertades de los catalanes. Algunos artículos son ambas cosas. Así pues, nuestra tarea hoy consiste en defendernos. Nuestro problema es cómo salvar la libertad frente a esta especie agresiva y poderosa de nacionalismo que nos amenaza. Los que salimos en su día de Cataluña buscando libertad estamos aterrados al ver que el nacionalismo no se conforma con haber convertido Cataluña en una sociedad enferma y cerrada, amedrentada y monolítica, sino que viene también a por el resto de los ciudadanos españoles, invade ya los espacios de libertad que quedaban en el resto de España, impone su derecho de pernada sobre todas las instituciones del Estado. Todas.

La larga mano del nacionalismo, la que le da hoy poder y alcance, no nos engañemos, se llama Zapatero. Escribir hoy, pues, contra el nacionalismo es también escribir contra una izquierda sonámbula que se ha echado en brazos de lo más carca que corre aún por el mercado de las ideologías. El PSOE compite en nacionalismo con elmismo Pujol. Y le gana. El PSC no se avergüenza de sus socios de Ezquerra, a pesar del aire agro-pop de barretina y trabuco que éstos se gastan. En el País Vasco, el PSE mendiga un puesto en la mesa del Lehendakari. Debajo de la mesa, para ser exactos. A la espera de que caigan algunas migajas de “legitimidad” nacionalista que lamer. Echan a Gotzone, relegan a Rosa, pasaportan a Paco, ningunean a Nicolás. Alfonso anda confundido entre la hojarasca, Felipe huido y Pepe apartado. Más a la izquierda, mejor ni mirar, porque ahí están trabajando en una pócima de mucha vanguardia: el castro-batasunismo. Y por lo que hace a la intelectualidad entera de la izquierda, lo de siempre, a lo que diga Bobelia. Que ahora toca nacionalismo, pues nacionalismo, don Jesús, lo que usted diga, don Jesús. Salvo Arcadi y sus Boadellas, lo demás es ya un solar gracias a don Jesús.

¿Pero qué hemos hecho para merecer esto? Hemos renunciado a nuestra obligación moral y política, hemos desistido de la tarea, tediosa pero imprescindible, de criticar al nacionalismo. Escribir contra el nacionalismo no tiene aliciente, es aburrido e incómodo. En lo que llevamos de democracia la crítica intelectual al nacionalismo ha sido vista además como algo inoportuno y políticamente incorrecto. Los nacionalistas, sabedores de la inferioridad intelectual de sus doctrinas, han vendido siempre votos propios a cambio de silencio ajeno, pacto por mordaza. Aznar concedió la cabeza de Vidal-Quadras ante las exigencias de Pujol. No es que Vidal-Quadras no estuviese dispuesto a pactar, es que no estaba dispuesto a callarse. Pero el nacionalismo no soporta un socio leal, que pacte sin ocultar las discrepancias. No lo soporta porque sabe que intelectualmente sus posiciones no tienen defensa posible. Eso les lleva necesariamente a descalificar, perseguir y, si se puede, acallar a todo aquel que les critique. En esta misma línea también Zapatero cedió la cabeza de Redondo Terreros a instancias de los nacionalistas vascos y, cómo no, de don Jesús. El nacionalismo no puede soportar la crítica porque no puede darle respuesta. De ahí su obligada simbiosis con la censura y a veces con el terror, de ahí su necesidad total de control de todo. Esto explica que el estatuto de los nacionalistas catalanes y de Zapatero sea tan largo, tan prolijo, tan minuciosamente asfixiante. Nada debe escapar al control, toda disidencia será multada, toda crítica castigada, todo discrepante relegado al limbo de los traidores. Así, entre el tedio y la represión, el nacionalismo se va siempre de rositas. El resultado de la falta de crítica al nacionalismo es éste: en Cataluña desde ahora sólo se podrá vivir a la catalana, y el canon para definir este estilo de vida lo tienen en exclusiva los nacionalistas. Más grave aún, media España ha asumido ya la partición en corralitos internamente homogéneos (obsesionados por su identidad colectiva), y mutuamente desconectados (obsesionados por diferenciarse del vecino).

Si alguna esperanza queda es la activación de una crítica libre y sin complejos. En el plano intelectual se trata de mostrar que las categorías obsesivas del nacionalismo, identidad y diferencia, son falaces y peligrosas. Frente a ello tenemos que reivindicar la construcción de la semejanza que exitosamente logramos en el periodo de la transición. Porque la diferencia entre comunidades es siempre menor que la soñada por la secta de los monótonos, menor que la proclamada por sus tan tribales tambores, menor que la esgrimida para alzarse cada día con el santo y la limosna. La diferencia entre comunidades, cuando se exhibe con obscenidad chulesca, cuando se agiganta a voluntad para arrojarla a la cara o para obtener ventaja, no presagia nada bueno. Además, no hay identidad colectiva perfecta. Dentro de cada pueblo, etnia, raza o región hay tanta variedad de personas como nos atrevamos a ver. La identidad interna nunca llega y eternamente se impone. El distinto es tratado como disidente, se presume traidor quien no habla las palabras del clan, se esconde a quien no venera las esencias, se espía y difama a quien no danza y escribe al son de la identidad. O se le da muerte.

Por encima de toda identidad supuestamente nacional es obligado respetar a las personas, con las legítimas variaciones individuales que hacen de ellas ciudadanos libres y semejantes, pero nunca idénticos. Por encima de toda diferencia entre comunidades hay que ponderar las afinidades, que nos hacen semejantes e iguales ante la ley. Los logros de la transición en pos de la convivencia entre semejantes se están diluyendo ante nuestros ojos. A partir de la aprobación del estatuto catalán de Zapatero cada español se verá condenado a vivir no entre sus semejantes, sino entre replicantes idénticos, y separado del resto de los españoles por leyes discriminatorias que generarán insalvables diferencias. ¿Nos resignaremos a esto?


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