El imperio (de la Ley) contraataca
20 de marzo de 2006
Saludos a todos
Allá por mediados de enero escribí una carta titulada El primer punto de giro en la que decía que el proceso 18/98 estaba, por aquel entonces, en el crítico momento de culminar su primer acto e iniciar el segundo, y creo que no andaba muy desencaminado al afirmar tal cosa (..) Es verdad que ese punto de giro ha sido el más largo de la historia, o si se prefiere, que entre el primer y el segundo acto ha habido un intermedio tan dilatado que los espectadores no sólo han tenido tiempo de tomar un refrigerio, sino que han estado a punto de olvidar de qué iba la película (más o menos lo mismo que sucede con la interminables interrupciones publicitarias con que nos obsequia la televisión generalista).
Pero desde hace un par de semanas el macrojuicio de la Casa de Campo está de nuevo en marcha y avanza, al menos en mi opinión, con un impulso renovado, con un ritmo desconocido hasta ahora, y con todos los actores conscientes de que la situación ya no es la misma que hace dos meses. En la sala estos días ninguno nos preguntamos ya si el juicio va a seguir o no, sino cómo va a hacerlo, y aunque no es en absoluto descartable que las defensas vuelvan a intentar suspender el proceso (de hecho lo intentan todos los días), van a tener que utilizar otra cosa que sus habituales triquiñuelas para lograr algo más que las breves interrupciones a las que ya estamos acostumbrados.
No obstante lo que más contribuye a crear esa sensación general de "nuevo escenario" no es lo que está sucediendo en las dependencias de la Casa de Campo, sino lo que está pasando fuera. Desde hace un par de semanas, coincidiendo tal vez casualmente con la reanudación del 18/98, no hay día en el que la ofensiva judicial contra ETA/Batasuna no ocupe las portadas de los periódicos. Y he de decir que las noticias que llegan, más que buenas, me parecen realmente magníficas, casi insólitas porque, reconozcámoslo, el que en este país se lleve el cumplimiento de la ley hasta sus últimas consecuencias es algo que no sucede todos los días. Podríamos llenar varías páginas con ejemplos en los que la ley y la justicia no han llegado tan lejos como debieran, y serían ejemplos que irían desde la financiación de los partidos políticos (todos) a los crímenes de estado, desde la intromisión en la intimidad de las personas a los delitos medioambientales, de la vulneración de normativas sobre televisión y publicidad al caso Farruquito... Y sobre el incumplimiento de la ley en casos relacionados con el terrorismo mejor ni hablamos (baste con citar, por ejemplo, el tema de Atutxa y el grupo parlamentario de Batasuna). La verdad es que bien pensado es un milagro que en España algunos aún tengamos fe en la justicia.
Y sin embargo resulta que ahora, precisamente en el tema del terrorismo, hay unos jueces -sin duda unos insensatos-, que pretenden que la ley se cumpla a rajatabla. Estos fundamentalistas del derecho dicen cosas como que una organización ilegal no puede organizar asambleas ni huelgas, o que quien está en libertad bajo fianza -por pertenencia o colaboración con banda armada nada menos-, acabará en la cárcel si incumple las muy razonables condiciones que los tribunales le impusieron para seguir en la calle. Tal es la firmeza de estos jueces que parecen haber convencido incluso a algunos sectores políticos, que en apenas dos meses han pasado de decir que la ley de partidos es muy restrictiva a afirmar que dicha ley ha contribuido de manera muy importante a acabar con la impunidad. Este aparente golpe de timón en el PSOE/PSE tal vez sería un motivo de esperanza para mí si pensara que los dirigentes de ese partido, hoy por hoy, creen realmente en lo que dicen, en vez de decir lo que calculan que les beneficia a corto plazo. Pero es que no tengo ninguna duda de que esta última rectificación de los mandamases socialistas es una reacción a la presión popular de las últimas semanas... Ahora que lo digo, a lo mejor bien mirado sí que hay motivos para la esperanza, ya que el clamor de los ciudadanos en la calle, en la prensa y en la red, parece estar surtiendo algún efecto. Voy a haceros una confesión al respecto: yo, que he manifestado creer en la justicia, en la democracia, o en cosas tan inverosímiles como la posibilidad de la redención, he apostatado hace tiempo de mi fe en los partidos políticos actuales. Con todas las excepciones y matices que se quieran, me parece que los políticos que tenemos hoy en día, unos por postmodernos, otros por premodernos, y la mayoría simplemente por cínicos, no creen en nada, y yo de la gente que no cree en nada no me fío un pelo, porque normalmente sí que creen en algo, que es en su propio beneficio o, como mucho, en el de su tribu.
El caso es que, sea como sea, algunos jueces (y no sólo de la Audiencia Nacional, también del Tribunal Supremo) parece que intentan hacerse los originales dictando resoluciones para que la ley, toda le ley, se cumpla. Y en este país eso escandaliza a muchos, porque ya sea por falta de tradición democrática, por nuestra inclinación a la picaresca, o porque realmente aún estemos sin civilizar, aquí nunca hemos acabado de creernos eso de que vivíamos en un estado de derecho en el que las leyes, todas las leyes y sin excepciones para nadie, están para cumplirse. Y si esos jueces insisten y nadie lo remedia podemos encontrarnos en un futuro con un panorama espeluznante en el que podrían suceder, incluso simultáneamente, las siguientes cosas:
- Que los dirigentes de batasuna, una organización considerada internacionalmente como terrorista, acaben en la cárcel.
- Que en el proceso 18/98 y otros similares se demuestre que los imputados actuaban de manera coordinada con ETA y también acaben en la cárcel.
- Que los condenados por terrorismo dejen de acogerse fraudulentamente a beneficios penitenciarios y reducciones de pena y cumplan efectivamente sus condenas, llegando en no pocos casos a pasar casi treinta años en la cárcel.
- Que los condenados por terrorismo paguen las indemnizaciones a las víctimas que en su día se les impusieron.
- Que se impidan los homenajes públicos a los asesinos y los actos de exaltación del terrorismo.
- Que se persiga judicialmente a quienes presenten denuncias falsas por tortura.
- Que se ilegalice cualquier organización política que pretenda suceder a la ilegalizada Batasuna.
- Que se impida a organizaciones ilegales convocar mítines, huelgas, ruedas de prensa, etc.
- Que se sancione a quienes desde cargos públicos incumplan resoluciones judiciales de obligado cumplimiento.
Seguro que se me olvidan muchas cosas, pero creo que es suficiente. La perspectiva de un país con los asesinos y sus cómplices entre rejas pone los pelos de punta. ¿Cómo podremos sobrevivir sin un partido que sea la prolongación de una organización criminal? La democracia les necesita, como necesita a quienes niegan el holocausto, a quienes animan y enseñan a maltratar a las mujeres, o a quienes abogan por el fuego purificador para limpiar nuestras calles de inmigrantes tercermundistas, mendigos indeseables, o desviados sexuales. Una democracia avanzada no puede pedir a un grupo significativo de ciudadanos que defiendan sus ideas contrarias al sistema únicamente por medios pacíficos (caso de Aralar, organización que, hasta donde yo sé, nunca nadie ha pedido ilegalizar), sino que debe mostrarse amable, comprensiva y tolerante con todos, incluso con quienes se niegan a aceptar unas mínimas reglas de convivencia. Eso de que el estado posee el monopolio de la violencia es cosa del pasado, en las democracias avanzadas hay que liberalizar también ese monopolio...
Bueno, voy a dejar de escribir disparates porque me estoy poniendo malo. Creo que me sentiré mejor si abandono la ironía y digo lo que realmente pienso. La Ley, como decía el clásico, es dura, pero es Ley. Por eso me gusta la expresión "El imperio de la Ley", porque tiene un punto de aspereza, de inflexibilidad, que me parece muy adecuado. Los anglosajones utilizan la expresión "The rule of Law", algo así como "El gobierno de la Ley", que aunque viene a significar más o menos lo mismo, cuenta con la ventaja de evitar las connotaciones negativas de la palabra "imperio", aunque por la misma razón pierde algo de la fuerza que tiene la expresión española. Probad a sustituir El imperio de los sentidos por El gobierno de los sentidos y entenderéis a qué me refiero. Lo que está claro es que en ambos casos, tanto en la forma española como en la anglosajona, lo que se dice es que es la Ley la que gobierna, la que rige (interesante palabra también esa de "regir"), por encima de cualquier gobernante, incluso de cualquier emperador (cfr: Hero, de Zhang Yimou).
El diálogo y la negociación, incluso el talante, están muy bien para la elaboración de las leyes, así, con minúscula, pero están de más cuando hablamos de la Ley con mayúscula, por más que en un estado de derecho la Ley sólo pueda regir gracias al concurso de muchas, muchísimas leyes, pactadas por los ciudadanos a través de sus representantes. Se equivocan sin embargo quienes piensan que por tanto esa Ley, en un sistema democrático, no es más que la suma de diferentes acuerdos entre los ciudadanos, y por tanto es tan modificable como cualquier ley. Precisamente en una democracia, más que en ningún otro sistema de gobierno, ninguna ley, por muy consensuada que esté, puede ir en contra de los principios fundamentales que defiende la Ley: libertad, igualdad, dignidad, justicia, respeto a la minorías, etc.
Hoy parece que esto no está tan claro, que según quién, cómo y dónde, puede acturar contra los derechos humanos con el beneplacito de demócratas de toda la vida, y que lo que yo digo es cosa de fundamentalistas democráticos, de intransigentes, de etnocentrístas, o qué se yo, y en nombre de lo políticamente correcto se quiere sustituir la tradicional figura que representa a la Ley por otra que no lleve una venda en los ojos, que sonría amigablemente, y que en sus manos sólo sostenga una balanza. Pues no, esa puede ser la alegoría del comercio si se quiere, pero la Ley, si queremos que alguien se la tome en serio, tiene que ser ciega, no sonreír, y sostener en sus manos -aparte de una balanza- una espada, y bien grande. La Justicia y la Ley son mitos, en el mejor sentido de la palabra, y los mitos no son amables representaciones de la vida cotidiana. Lo malo es que últimamente hemos decidido que los occidentales no necesitamos mitos, que lo que hay que hacer es deconstruir y desmitificar todo, y no nos damos cuenta de que al hacerlo nos estamos cargando, entre otras cosas, la Ley y la Justicia, y solo nos quedará una ley y una justicia en las que será muy difícil creer porque serán infinitamente modificables según criterios de oportunidad, como sucede ahora.
Yo, que en mi vida cotidiana soy tan gris como cualquiera, necesito y busco donde puedo mis propios mitos, mitos sólidos y poderosos, a menudo incluso violentos, que no me sirven para identificarme con ellos como me identifico con la imagen que me devuelve el espejo, sino para construir un universo simbólico al que agarrarme cuando mi vida, como la de cualquiera, deja de discurrir por el tranquilo cauce de la cotidianidad, cosa que ocurre mucho más a menudo de lo que nos gustaría reconocer. De igual modo, además de en los grandes mitos de nuestra cultura, busco en libros y películas historias "bigger than life", que dicen los americanos, inverosímiles relatos de "amor y lujo" o de "odio y miseria", que me den lo que normalmente no puedo hallar en costumbristas historietas de "colegueo y estado del bienestar". Pero en esa expresión, "bigger than life", hay algo en lo que los americanos se equivocan, pues lo que les ocurre a los personajes extraordinarios, ya sean reales o ficticios, o lo que nos ocurre a nosotros mismos en los momentos extraordinarios, también forma parte de la vida, y de hecho eso que parece que no cabe en la vida es la parte esencial de la vida misma. Desgraciadamente parece que en los últimos años hay demasiada gente que no quiere saber nada de esa parte de la vida, hay demasiado buenismo al pensar que el odio sólo puede ser fruto de no sé qué desajuste social, demasiada confianza en que la sangre que inunda las pantallas de nuestros televisores jamás nos salpicará, y demasiada inmoralidad y estupidez al pensar que no necesitamos la anticuada y meramente simbólica espada de la justicia, teniendo las muy reales y modernisimas armas de útima tecnología. A Dios gracias parece que en España aún hay algunos jueces y fiscales que saben que es, precisamente con esa simbólica espada de la justicia, con la que se debe combatir a quienes tienen odio y armas para dar y tomar.
Y hablando de películas, de segundos actos y de espadas, aunque estas sean láser: es precisamente El imperio contraataca una película que, narrativamente, sólo tiene sentido como segundo acto de la primera trilogía de las galaxias. Recuerdo cómo siendo adolescente me cogí un monumental cabreo con ese "no final" en el que Han Solo acababa congelado y Darth Vader, en plena lucha con Luke, le revelaba que él era su padre al tiempo que le cortaba la mano con la que el muchacho sostenía la espada (¡vaya filón para los psicoanalistas!). Ese fue el momento cumbre de la saga, como sin yo saberlo atestiguaba mi malestar a la salida del cine (por cierto, en compañía de uno de los que, tantos años después, me leéis) . A partir de allí la serie degeneró hasta límites insospechados, al menos insospechados para mí, que ni me he molestado en ver las dos últimas entregas, y no porque cuando cometí el error de ver el Episodio I sintiera nada parecido al malestar, sino porque, muy al contrario, simplemente me aburrió y me empalagó, cosas ambas que no perdono a George Lucas ni a nadie.
Esperemos que por el contrario cuando acabe este segundo acto del 18/98, que en sí está siendo apasionante, dé paso a un grandioso tercer acto en el que, os aviso, ya no serán los imputados los protagonistas, sino los peritos, los testigos, las pruebas que aporte la acusación, y el propio fiscal, que hasta ahora apenas ha podido hablar. La cosa promete.
Abrazos para todos.
Renault
Saludos a todos
Allá por mediados de enero escribí una carta titulada El primer punto de giro en la que decía que el proceso 18/98 estaba, por aquel entonces, en el crítico momento de culminar su primer acto e iniciar el segundo, y creo que no andaba muy desencaminado al afirmar tal cosa (..) Es verdad que ese punto de giro ha sido el más largo de la historia, o si se prefiere, que entre el primer y el segundo acto ha habido un intermedio tan dilatado que los espectadores no sólo han tenido tiempo de tomar un refrigerio, sino que han estado a punto de olvidar de qué iba la película (más o menos lo mismo que sucede con la interminables interrupciones publicitarias con que nos obsequia la televisión generalista).
Pero desde hace un par de semanas el macrojuicio de la Casa de Campo está de nuevo en marcha y avanza, al menos en mi opinión, con un impulso renovado, con un ritmo desconocido hasta ahora, y con todos los actores conscientes de que la situación ya no es la misma que hace dos meses. En la sala estos días ninguno nos preguntamos ya si el juicio va a seguir o no, sino cómo va a hacerlo, y aunque no es en absoluto descartable que las defensas vuelvan a intentar suspender el proceso (de hecho lo intentan todos los días), van a tener que utilizar otra cosa que sus habituales triquiñuelas para lograr algo más que las breves interrupciones a las que ya estamos acostumbrados.
No obstante lo que más contribuye a crear esa sensación general de "nuevo escenario" no es lo que está sucediendo en las dependencias de la Casa de Campo, sino lo que está pasando fuera. Desde hace un par de semanas, coincidiendo tal vez casualmente con la reanudación del 18/98, no hay día en el que la ofensiva judicial contra ETA/Batasuna no ocupe las portadas de los periódicos. Y he de decir que las noticias que llegan, más que buenas, me parecen realmente magníficas, casi insólitas porque, reconozcámoslo, el que en este país se lleve el cumplimiento de la ley hasta sus últimas consecuencias es algo que no sucede todos los días. Podríamos llenar varías páginas con ejemplos en los que la ley y la justicia no han llegado tan lejos como debieran, y serían ejemplos que irían desde la financiación de los partidos políticos (todos) a los crímenes de estado, desde la intromisión en la intimidad de las personas a los delitos medioambientales, de la vulneración de normativas sobre televisión y publicidad al caso Farruquito... Y sobre el incumplimiento de la ley en casos relacionados con el terrorismo mejor ni hablamos (baste con citar, por ejemplo, el tema de Atutxa y el grupo parlamentario de Batasuna). La verdad es que bien pensado es un milagro que en España algunos aún tengamos fe en la justicia.
Y sin embargo resulta que ahora, precisamente en el tema del terrorismo, hay unos jueces -sin duda unos insensatos-, que pretenden que la ley se cumpla a rajatabla. Estos fundamentalistas del derecho dicen cosas como que una organización ilegal no puede organizar asambleas ni huelgas, o que quien está en libertad bajo fianza -por pertenencia o colaboración con banda armada nada menos-, acabará en la cárcel si incumple las muy razonables condiciones que los tribunales le impusieron para seguir en la calle. Tal es la firmeza de estos jueces que parecen haber convencido incluso a algunos sectores políticos, que en apenas dos meses han pasado de decir que la ley de partidos es muy restrictiva a afirmar que dicha ley ha contribuido de manera muy importante a acabar con la impunidad. Este aparente golpe de timón en el PSOE/PSE tal vez sería un motivo de esperanza para mí si pensara que los dirigentes de ese partido, hoy por hoy, creen realmente en lo que dicen, en vez de decir lo que calculan que les beneficia a corto plazo. Pero es que no tengo ninguna duda de que esta última rectificación de los mandamases socialistas es una reacción a la presión popular de las últimas semanas... Ahora que lo digo, a lo mejor bien mirado sí que hay motivos para la esperanza, ya que el clamor de los ciudadanos en la calle, en la prensa y en la red, parece estar surtiendo algún efecto. Voy a haceros una confesión al respecto: yo, que he manifestado creer en la justicia, en la democracia, o en cosas tan inverosímiles como la posibilidad de la redención, he apostatado hace tiempo de mi fe en los partidos políticos actuales. Con todas las excepciones y matices que se quieran, me parece que los políticos que tenemos hoy en día, unos por postmodernos, otros por premodernos, y la mayoría simplemente por cínicos, no creen en nada, y yo de la gente que no cree en nada no me fío un pelo, porque normalmente sí que creen en algo, que es en su propio beneficio o, como mucho, en el de su tribu.
El caso es que, sea como sea, algunos jueces (y no sólo de la Audiencia Nacional, también del Tribunal Supremo) parece que intentan hacerse los originales dictando resoluciones para que la ley, toda le ley, se cumpla. Y en este país eso escandaliza a muchos, porque ya sea por falta de tradición democrática, por nuestra inclinación a la picaresca, o porque realmente aún estemos sin civilizar, aquí nunca hemos acabado de creernos eso de que vivíamos en un estado de derecho en el que las leyes, todas las leyes y sin excepciones para nadie, están para cumplirse. Y si esos jueces insisten y nadie lo remedia podemos encontrarnos en un futuro con un panorama espeluznante en el que podrían suceder, incluso simultáneamente, las siguientes cosas:
- Que los dirigentes de batasuna, una organización considerada internacionalmente como terrorista, acaben en la cárcel.
- Que en el proceso 18/98 y otros similares se demuestre que los imputados actuaban de manera coordinada con ETA y también acaben en la cárcel.
- Que los condenados por terrorismo dejen de acogerse fraudulentamente a beneficios penitenciarios y reducciones de pena y cumplan efectivamente sus condenas, llegando en no pocos casos a pasar casi treinta años en la cárcel.
- Que los condenados por terrorismo paguen las indemnizaciones a las víctimas que en su día se les impusieron.
- Que se impidan los homenajes públicos a los asesinos y los actos de exaltación del terrorismo.
- Que se persiga judicialmente a quienes presenten denuncias falsas por tortura.
- Que se ilegalice cualquier organización política que pretenda suceder a la ilegalizada Batasuna.
- Que se impida a organizaciones ilegales convocar mítines, huelgas, ruedas de prensa, etc.
- Que se sancione a quienes desde cargos públicos incumplan resoluciones judiciales de obligado cumplimiento.
Seguro que se me olvidan muchas cosas, pero creo que es suficiente. La perspectiva de un país con los asesinos y sus cómplices entre rejas pone los pelos de punta. ¿Cómo podremos sobrevivir sin un partido que sea la prolongación de una organización criminal? La democracia les necesita, como necesita a quienes niegan el holocausto, a quienes animan y enseñan a maltratar a las mujeres, o a quienes abogan por el fuego purificador para limpiar nuestras calles de inmigrantes tercermundistas, mendigos indeseables, o desviados sexuales. Una democracia avanzada no puede pedir a un grupo significativo de ciudadanos que defiendan sus ideas contrarias al sistema únicamente por medios pacíficos (caso de Aralar, organización que, hasta donde yo sé, nunca nadie ha pedido ilegalizar), sino que debe mostrarse amable, comprensiva y tolerante con todos, incluso con quienes se niegan a aceptar unas mínimas reglas de convivencia. Eso de que el estado posee el monopolio de la violencia es cosa del pasado, en las democracias avanzadas hay que liberalizar también ese monopolio...
Bueno, voy a dejar de escribir disparates porque me estoy poniendo malo. Creo que me sentiré mejor si abandono la ironía y digo lo que realmente pienso. La Ley, como decía el clásico, es dura, pero es Ley. Por eso me gusta la expresión "El imperio de la Ley", porque tiene un punto de aspereza, de inflexibilidad, que me parece muy adecuado. Los anglosajones utilizan la expresión "The rule of Law", algo así como "El gobierno de la Ley", que aunque viene a significar más o menos lo mismo, cuenta con la ventaja de evitar las connotaciones negativas de la palabra "imperio", aunque por la misma razón pierde algo de la fuerza que tiene la expresión española. Probad a sustituir El imperio de los sentidos por El gobierno de los sentidos y entenderéis a qué me refiero. Lo que está claro es que en ambos casos, tanto en la forma española como en la anglosajona, lo que se dice es que es la Ley la que gobierna, la que rige (interesante palabra también esa de "regir"), por encima de cualquier gobernante, incluso de cualquier emperador (cfr: Hero, de Zhang Yimou).
El diálogo y la negociación, incluso el talante, están muy bien para la elaboración de las leyes, así, con minúscula, pero están de más cuando hablamos de la Ley con mayúscula, por más que en un estado de derecho la Ley sólo pueda regir gracias al concurso de muchas, muchísimas leyes, pactadas por los ciudadanos a través de sus representantes. Se equivocan sin embargo quienes piensan que por tanto esa Ley, en un sistema democrático, no es más que la suma de diferentes acuerdos entre los ciudadanos, y por tanto es tan modificable como cualquier ley. Precisamente en una democracia, más que en ningún otro sistema de gobierno, ninguna ley, por muy consensuada que esté, puede ir en contra de los principios fundamentales que defiende la Ley: libertad, igualdad, dignidad, justicia, respeto a la minorías, etc.
Hoy parece que esto no está tan claro, que según quién, cómo y dónde, puede acturar contra los derechos humanos con el beneplacito de demócratas de toda la vida, y que lo que yo digo es cosa de fundamentalistas democráticos, de intransigentes, de etnocentrístas, o qué se yo, y en nombre de lo políticamente correcto se quiere sustituir la tradicional figura que representa a la Ley por otra que no lleve una venda en los ojos, que sonría amigablemente, y que en sus manos sólo sostenga una balanza. Pues no, esa puede ser la alegoría del comercio si se quiere, pero la Ley, si queremos que alguien se la tome en serio, tiene que ser ciega, no sonreír, y sostener en sus manos -aparte de una balanza- una espada, y bien grande. La Justicia y la Ley son mitos, en el mejor sentido de la palabra, y los mitos no son amables representaciones de la vida cotidiana. Lo malo es que últimamente hemos decidido que los occidentales no necesitamos mitos, que lo que hay que hacer es deconstruir y desmitificar todo, y no nos damos cuenta de que al hacerlo nos estamos cargando, entre otras cosas, la Ley y la Justicia, y solo nos quedará una ley y una justicia en las que será muy difícil creer porque serán infinitamente modificables según criterios de oportunidad, como sucede ahora.
Yo, que en mi vida cotidiana soy tan gris como cualquiera, necesito y busco donde puedo mis propios mitos, mitos sólidos y poderosos, a menudo incluso violentos, que no me sirven para identificarme con ellos como me identifico con la imagen que me devuelve el espejo, sino para construir un universo simbólico al que agarrarme cuando mi vida, como la de cualquiera, deja de discurrir por el tranquilo cauce de la cotidianidad, cosa que ocurre mucho más a menudo de lo que nos gustaría reconocer. De igual modo, además de en los grandes mitos de nuestra cultura, busco en libros y películas historias "bigger than life", que dicen los americanos, inverosímiles relatos de "amor y lujo" o de "odio y miseria", que me den lo que normalmente no puedo hallar en costumbristas historietas de "colegueo y estado del bienestar". Pero en esa expresión, "bigger than life", hay algo en lo que los americanos se equivocan, pues lo que les ocurre a los personajes extraordinarios, ya sean reales o ficticios, o lo que nos ocurre a nosotros mismos en los momentos extraordinarios, también forma parte de la vida, y de hecho eso que parece que no cabe en la vida es la parte esencial de la vida misma. Desgraciadamente parece que en los últimos años hay demasiada gente que no quiere saber nada de esa parte de la vida, hay demasiado buenismo al pensar que el odio sólo puede ser fruto de no sé qué desajuste social, demasiada confianza en que la sangre que inunda las pantallas de nuestros televisores jamás nos salpicará, y demasiada inmoralidad y estupidez al pensar que no necesitamos la anticuada y meramente simbólica espada de la justicia, teniendo las muy reales y modernisimas armas de útima tecnología. A Dios gracias parece que en España aún hay algunos jueces y fiscales que saben que es, precisamente con esa simbólica espada de la justicia, con la que se debe combatir a quienes tienen odio y armas para dar y tomar.
Y hablando de películas, de segundos actos y de espadas, aunque estas sean láser: es precisamente El imperio contraataca una película que, narrativamente, sólo tiene sentido como segundo acto de la primera trilogía de las galaxias. Recuerdo cómo siendo adolescente me cogí un monumental cabreo con ese "no final" en el que Han Solo acababa congelado y Darth Vader, en plena lucha con Luke, le revelaba que él era su padre al tiempo que le cortaba la mano con la que el muchacho sostenía la espada (¡vaya filón para los psicoanalistas!). Ese fue el momento cumbre de la saga, como sin yo saberlo atestiguaba mi malestar a la salida del cine (por cierto, en compañía de uno de los que, tantos años después, me leéis) . A partir de allí la serie degeneró hasta límites insospechados, al menos insospechados para mí, que ni me he molestado en ver las dos últimas entregas, y no porque cuando cometí el error de ver el Episodio I sintiera nada parecido al malestar, sino porque, muy al contrario, simplemente me aburrió y me empalagó, cosas ambas que no perdono a George Lucas ni a nadie.
Esperemos que por el contrario cuando acabe este segundo acto del 18/98, que en sí está siendo apasionante, dé paso a un grandioso tercer acto en el que, os aviso, ya no serán los imputados los protagonistas, sino los peritos, los testigos, las pruebas que aporte la acusación, y el propio fiscal, que hasta ahora apenas ha podido hablar. La cosa promete.
Abrazos para todos.
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